LA CIUDAD DEL SAHARA
Tras pasar la última duna de la interminable
colina del Sahara, agotado y herido, vi algo insólito. Tapada por la niebla, observé
a lo lejos la sombra de lo que parecía ser una ciudad. La oscura noche y el
cansancio del largo viaje me impedía activar todos los sentidos, por lo que
tuve que acercarme. Paso a paso me di cuenta que la ciudad estaba deshabitada.
Caminé como pude, buscando tan solo un alma, alguien que pudiera curar de mis
lesiones, alguien que me ubicara. Ninguna enfermería, ningún hospital. Ni una
sola habitación encendida. La única guía, era la luz de la amarillenta luna. Pero
de pronto, vi algo que me confundió.
Con mucha atención, me acerqué poco a poco. La
música salía de las puertas y ventanas de aquel local. La melodía de las
canciones que me llegaban al oído eran cercanas, casi conocidas. La brillante
luz que desprendía llegaba hasta las afueras de aquel barrio. Parecía que ese
bar perteneciera a mi país. Por eso, me armé de coraje y sin perder la cautela,
fui en busca de ayuda. No podía creer lo que estaba viviendo. Ese bar, era una de mis rutinas de cada noche. Todos los
días, desde que tengo conciencia, he visitado ese lugar. Pero no era posible
que se encontrara aquí.
Entré y me quedé parado justo en la puerta. Conocía
ese ambiente. Conocía a todas y cada una de las personas que frecuentaban el
bar. De pronto, me sumergí en extrañadas sensaciones. El frescor de los
embutidos de los bocadillos que siempre te abría el apetito. El olor a cerveza
recién destapada, el olor de las aceitunas y de los cacahuetes. El olor de la
patria. Todo era idéntico a mi querido bar. Pero había algo que no comprendía.
Nadie me saludaba, nadie se fijaba en mí. Era invisible a la masa.
Empecé a caminar, buscando una mirada que se
diera cuenta de mi existencia. Pero no obtuve respuesta. Veía al camarero
realizar sus servicios cotidianos, pero ninguna señal de avistamiento. Me puse
muy nervioso y comencé a caminar de manera mucho más rápida y agresiva. Mi
cuello estaba empapado de sudor. Sentía el agobio de la gente, que parecía
haberse multiplicado. Todos encima mía, pero nadie me tocaba. De pronto, sentí
un fuerte dolor en mi cabeza que me obligó a acostarme de lado en el suelo. El
dolor se hacía cada vez más agudo. Tanto que tuve que apretar mis dientes
buscando un alivio. Mi cadera no paraba de sangrar. La sangre, espesa, recorría
gran parte del parqué. Comencé a ver borroso pero las luces del bar brillaban
más que nunca. El dolor se hizo tan intenso que me forzó a cerrar los ojos.
Fue en ese instante cuando me desperté. Estaba
bajo una palmera del Sahara, a unos 5 metros de atravesar la última duna de la
colina. Era temprano pero el sol ya agobiaba. Me sacudí la arena de la cabeza y
emprendí mi camino. No quería llegar tarde a mi destino.
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